Mi breve reflexión sobre la sentencia del Tribunal Constitucional.

La situación de la migración haitiana ha sido un gran dolor de cabeza para los gobernantes de los untimos 50 años de la República Dominicana.

Por Yassir Féliz.

Nací en una comunidad sureña de República Dominicana. Viví entre dominicanos. Crecí escuchando las miles de historias tétricas sobre la invasión que Jean-Pierre Boyer inició el 9 de febrero de 1822, y se extendió por 22 años, hasta el 27 de febrero del 1844. Es decir, desde mi niñez escuché lo de los niños en las bayonetas, de que los morenos del oeste comían niños y que de Azua para abajo, era zona haitiana. 

De niño creía que los haitianos no eran personas, sino monstruos como los de una película de terror. Sin embargo, en esos años 80’s, conocí a los únicos tres haitianos que vivían en mi Cabral natal: Madame Black (mejor conocida como Malamblá), Cadét y Simio. La primera era una humilde madre de familia, cuyos hijos harapientos deambulaban junto a ella las polvorientas calles de Cabral. Cadét, era evangélico y agricultor, se ganaba la vida echando días en cualquier conuco que necesitara de sus subvaluados y a veces no pagados servicios. Simio era un simple show-man, un tipo que vivía para reír y hacer reír a otros. La última vez que lo vi, estaba votando en las elecciones del 2010, cuando al menos, era dominicano. 

Como me tocaba vivir una temporada en Cabral y otra en la cafetalera comunidad de Polo, me tocó ver el verdadero drama humano que muchos dominicanos desconocen: ver personas sobrevivir hacinados, aglomerado en condiciones infrahumanas en los barrancones que le servían de morada. 

En ese Polo de los años 80's,  en esos cafetales me salía a escondidas a jugar con los niños haitianos y dominicanos, donde los primeros vivían comiendo lo que aparecía y bebiendo agua de aljibes. Conocí su drama. Conocí su dolor. Conozco la historia de los seres humanos y su deseo de vivir en un lugar de oportunidades. Sé cómo y cuánto duele la patria y la familia cuando se es inmigrante, cuando se es legal o ilegal en una patria ajena. 

En fin, soy pro-haitiano si así me quiere tipificar por indignarme contra ese drama de mis hermanos cuya peor virtud es ser seres menesterosos de piel oscura que expelen una fétida transpiración axilar. Soy pro-haitiano y lo seré porque soy pro-humano. Hablar de nacionalidad sin tener en cuenta la humanidad es sencillamente un contrasentido lógico, dialéctico y humanístico. 

A pesar de mis razones, entiendo que cada país tiene sus leyes y las leyes hay que respetarlas, o en su defecto, cambiarlas. No comparto en su totalidad la decisión, estilo Valentín Quintero versión 2013, del Tribunal Constitucional, porque su decisión ha hecho que sienta una aberrante humillación porque ahora sé que los que hasta hace poco fueron mis connacionales, ya no lo son. 

República Dominicana debe verse en el espejo de qué sería enviar a una persona a un país con un idioma diferente, una cultura distinta y un sistema político-social extraño al que conocen. 

Como obediente a la ley me toca acatar la sentencia del Tribunal Constitucional, pero como ser humano, que es lo que en verdad soy, debo pedir a todos que veamos que la humanidad debe estar por encima de cualquier bandera que algunos quieran enarbolar por apetencias mezquinas. 

El que no se sensibiliza con este drama humano que viven los Luis Pié (haitianos) y haitiano-descendientes en República Dominicana, no es dominicano ni anti-haitiano, pero aún, es un inhumano. 

!Homo sum; nihil humani a me alienum puto!.
“La verdad no es un artículo que se compra y se vende con beneficios” Juan Bosch

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