planicie, que poco antes estaba completamente poblada.
En primer plano un poste de energía eléctrica quemado. Al fondo
las primeras viviendas construidas.
Por Werner Darío Féliz
hoy sabado 6 de agosto de este año 2011 se cumplen 30 años del incendio de
Alrededor de las tres de la tarde, de aquel jueves 6 de agosto de 1981, se desató el siniestro. Varias versiones existen sobre los inicios del suceso, unos dicen que se produjo por la explosión de un tanque de metal en el que se destilaba alcohol regional o fabricación casera, conocido como triculí, y otros, en una opinión más aceptada, explican que empezó mientras pelaban un chivo en casa de los señores Nicasio Pérez y Última Urbáez y por distracción echaron su lengua en un fogón, la que en lo inmediato sacaron de allí y la tiraron sobre el techo de la cocina en la que se encontraban, la que estaba cobijada de palmas, sin percatarse de que dicha lengua tenía una braza adherida, incendiando lentamente aquellas palmas. En lo inmediato las lenguas de fuego se elevaron al cielo y consumieron la cocina y la casa, con tanta y pasmosa rapidez, que no hubo tiempo siquiera de rescatar ningún ajuar. De allí el fuego, en dirección este-oeste, se trasladó a la residencia contigua, propiedad de Julito Féliz, pasando luego a la de Corporina Pimentel, consumiendo casi en lo inmediato la de su colindancia, perteneciente a Emma Peña, hasta tragarse cientos de ellas.
Cualquiera que sea el motivo, dio inicio al inmenso fuego que consumió al barrio, y a dantescas e inolvidables escenas de desesperación, impotencia y dolor como pocas ha vivido la comunidad. Un viento persistente proveniente del este y el fuerte calor contribuyeron a la propagación del fuego. Las propias viviendas fueron combustibles. Construidas la mayoría con tablas de palma y cobijadas con palma de coco y cana, permitieron la inexorable expansión del siniestro. Los restos de palma volaban de una a otra vivienda, las cuales se incendiaban todas juntas o unas tras otras con rapidez. Todo el pueblo vio nublado su cielo con restos de palma calcinadas.
Un caos total se apoderó de aquel barrio. Se podía ver a las mujeres, niños y hombres llorando, con sus niños en cinturas y brazos corriendo despavoridas del siniestro; padres y madres buscando a sus muchachos perdidos, hombres y mujeres con cubetas y lebrillos cargando agua, muchos sacando los ajuares de las casas. La mayoría impotente con las manos en la cabeza, los brazos abiertos, orando, arrastrados en el piso o buscando ayuda urgente para salvar y resguardar familia y bienes.
Las campanas de la iglesia, como se hacía cuando ocurría un fuego, de forma persistente, anunciaron la catástrofe y llamaron a la población a contribuir a sofocarlo. Mucha gente se volcó hacia
Al caer la noche ya todo estaba consumado. Más de 200 viviendas habían desaparecido, completamente calcinadas. La rápida actuación de la gente evitó que se perdieran vidas humanas, aunque no faltaron algunos que recibieron quemaduras menores. Un dantesco y horripilante espacio se abrió al pueblo de Cabral. Se podía ver la planicie de varios miles de metros cuadrados sin una sola vivienda, solo brazas encendidas, postes de electricidad, árboles y restos humeantes de puertas, tablas, techos, paredes, baúles, cortinas, ropas, aldabas, utensilios de metal candentes, y montañas de cenizas que eran arrastradas por el viento. Rostros cubiertos de residuos de polvo, carbón y ceniza, hombres desnudos del torso o con ropas raídas, sudorosos, temblantes, cansados y vencidos, mujeres y niños sentados en cualquier sitio, cabizbajos, con llanto en su faz, y un desasosiego colectivo que se apoderó de cada ser humano que habitaba el desaparecido barrio y gente del pueblo en general.
Las secuelas fueron inmediatas. Las autoridades se encontraron entonces con miles de hombres mujeres y niños sin hogar, que demandaban no solo un lugar donde dormir, vivir, hacer sus necesidades básicas, sino alimentos. Allí acudió el Estado, pero también la gente del pueblo. Muchos fueron acogidos por familiares en sus viviendas, otros aportaron recursos para alimentar a aquella población. Para poder alojar a los afectados, los salones de
En los años siguientes, el pueblo tuvo que acoplarse y contribuir a la solución de esta problemática. La primera medida adoptada fue en lo referente a la educación. Como el plantel de la escuela Catalina Pou estaba ocupado, sus estudiantes fueron inscritos en las escuelas del Guayuyo y El Llano, llenando aquellas aulas hasta reventar; además, se habilitaron algunos lugares, como el espacio que acogía la escuela de música y los bomberos (cursé allí el segundo de la primaria con la profesora Luz Virgen Sánchez), así como otros sitios, casas particulares y demás.
En lo inmediato comenzó un programa de construcción de viviendas, que por la economía del momento y la propia necesidad y demanda, se decidió levantarlas prefabricadas en madera, sobre pilotillos, cobijadas en cinc. Además, se reorganizó y delineó el barrio, delimitando mejor sus calles y creando espacios más definidos. Estas casas son características de este populoso sector. Poco más de dos años permanecieron los peñueleros en este periplo social, hasta que comenzaron a poblar paulatinamente sus viviendas.
Las anécdotas y leyendas surgidas de este pavoroso incendio son interesantes. Una de ellas cuenta que una persona, mendigo, desarrapado, iba casa por casa pidiendo agua y alimentos en aquel barrio, a lo que cerraron las puertas sus habitantes, sentenciando el menesteroso que por su mal corazón, sería destruido y que solo algunas de las casas en donde se le sirvió quedarían en pie. Estas leyendas se hicieron populares, precisamente porque algunas casas no se quemaron, aun estando muy cercanas al siniestro.
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