Por Karol A. Mejia Castillo
Finalizar (o bien, sobrevivir) la carrera de medicina, fue algo así como concluir el aciago período bíblico de los 40 años de vagar por el desierto y al mismo tiempo, el de la entrada triunfal a la Tierra Prometida.
Así que una vez graduada de medicina, afloró la clásica pregunta del ¿y ahora qué?
Nací y crecí en República Dominicana, tierra insular y tropical, ubicada según el poeta, “en el mismo trayecto del sol”, donde se vive intensamente, de improvisos e imprevistos y siempre amanece más temprano, siendo así una tierra de colores intensos, donde el futuro es hoy.
Sin poder aplazarlo más, empecé a considerar mis opciones. Hacer residencia médica en Santo Domingo, donde la atención hospitalaria pública está subordinada a la medicina privada, no parecía lo ideal, pues entre las desventajas figuran los largos horarios, mal pagados y pocas plazas, me dejaban algo desalentada.
El camino a recorrer estaba allende los mares, por lo que, junto a mis padres deliberamos zonas posible donde tocaríamos las puertas para que me ofrecieran la anhelada posada.
Fue así como el buen nombre de la Madre Patria, resaltó sobre todas las demás posibilidades.
Las diligencias y requisitos parecían interminables, pero no más que el torrente de entusiasmo que brotó por toda mi espiritualidad, al saber que sería acogida por una nación cuya cultura ha heredado mi pueblo y que su medicina figura entre las más pujantes del viejo continente.
Finalmente y contra todo pronóstico, emprendí vuelo trasatlántico con mi maleta repleta de anhelos y esperanzas.
Aunque no tengo la calidad de inmigrante, sino de residente temporal que realiza una pasantía hospitalaria, sabía que al viajar a España ingresaría a la diáspora de 250 mil dominicanos que forjan su presente y futuro en esta nación cuna de la civilización occidental.
Fue entonces cuando me asaltó el temor a la discriminación.
Ese recelo a sufrir cualquier tipo de exclusión social, laboral o racial lo habré heredado de las muchas quejas sobre discriminación que provienen de la comunidad dominicana en estados Unidos, que sobrepasa el millón de personas y por los abusos a que son sometidas mujeres de mi país en algunos países de Europa.
Contrario a lo que creía o temía, en España he recibido un trato digno, justo e igualitario desde que arribé a esta tierra de oportunidades, quedando inmersa en el tren de vida, agitado, desafiante, en ocasiones ralentizado y a momentos lo contrario, que mueve Barcelona, ciudad en la que adquirí plaza MIR de Oftalmología, en el Hospital de Bellvitge.
Una ciudad con rostro. Llena de matices, mezclade estilos que conserva un cimiento cultural importante, que no dudarán en mostrarte con afán sus habitantes.
Entre anécdotas y risas, voy aprendiendo el sin fin de detalles que envuelve la magia del orgullo “català”.
En mi hospital no soy la “resi extranjera”, más bien la “oftalmo”, con horarios extenuantes, que te hacen pensar que le agregas al día más horas de las reales, que creas un tercer espacio en el tiempo donde realizas mil tareas distintas, que estás en todos lados a la vez, sin mermar el entusiasmo, rodeada de un ambiente de trabajo en el que aflora responsabilidad, una gran sensibilidad y espíritu de servicio.
Con un servicio de urgencias que enloquecería al sujeto más calmado. Con el brillo en los ojos entre quirófanos y consultas, no hay tiempo para parar.
Pacientes pintorescos llenan tu día de ocurrencias, compartes heridas de guerra con colegas en quienes destaca el calor humano, ríes, lloras, un carrusel de emociones cada día. Y al día siguiente, a reiniciar la aventura.
Como dominicana, caribeña y latinoamericana, doy fe de la grandeza humana de España y en particular de Barcelona, donde los inmigrantes que cumplen con la ley se insertan en el activismo laboral y social sin ningún tipo de condicionantes o formas de discriminacióno exclusión.
Y de la experiencia MIR Oftalmología en el Hospital de Bellvitge, decir que es un deporte de aventuraes quedarse corto.
El torbellino de emociones, esfuerzo físico, mental, espiritual, mantiene niveles de adrenalina suficientes para cultivar mi entusiasmo. Y Barcelona, que se mueve con cuerpo propio, constituye el marco perfecto que completa la experiencia.
Porque en este lugar, tan lejos de donde empecé este trayecto, soy una más, de los valientes (y debatible, enloquecidos) MIRes, viviendo, lo que hoy parece el momento crucial de nuestra historia.
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