EL PAPEL QUE DEBEMOS JUGAR COMO PADRES


Por Victor Ferreras

No soy erudito y mucho menos científico o especialista de la conducta, sin embargo soy PADRE, lo cual me hace experto en preocupaciones, afanes, sueños e inquietudes.


Hoy al ver por primera vez, el rostro de mi hijo Gianfranco que ya viene en camino, me lleno de incertidumbre penumbrosa pensar que va a venir a un mundo corroído por la deshumanización, la indolencia e irresponsabilidad cívica y social que se está viviendo en nuestra pequeña isla. He querido pues, escribir este artículo en procura de aportar algo, desde mi humilde criterio y formación, como guía a manejarnos en esta vorágine y quizás entender esta especial situación que nos toca vivir.


Me voy a tomar la libertad de hacer comparaciones que entiendo apropiadas entre tiempos en los que crecimos una generación de jóvenes con valores humanos, como bandera inequívoca de nuestro comportamiento y trato hacia nuestros hermanos, con los tiempos o últimos tiempos que estamos viviendo; la intención no es más que resaltar las diferencias que entiendo debemos rescatar y heredar a nuestros retoños.


Desde mi punto de vista, hay tres razones principales que han engendrado esta absurda violencia, pillaje y tigueraje en nuestras comunidades: La Familia, La Escuela (Formacion) y El Trabajo.


LA FAMILIA

Corrían los años ochenta, yo, un joven inquieto y confundido, mejor conocido en estos tiempos de la tecnología como NERD, con lentes negros fondos de botella, caminar pausado, mirada perdida y mente soñadora, caminaba plácido hacia la escuela, de nombre Catalina Pou. Una vez atravesaba el portón, luego de haber cruzado por varios puestos de ventas de chucherías, dulces y demás aromas, era recibido de forma militar por el maestro, quien nos alineaba de forma integra en colas patrióticas para ver recibir aires de libertad al izar nuestra gloriosa bandera nacional. Luego de entonar nuestro himno nacional, corríamos sin prisa y sin ruidos hacia nuestras aulas, ocupábamos nuestros pupitres y nos alimentábamos de las enseñanzas, solo aprendíamos, no discutíamos.


Para lograr esta hazaña, debía despertar entre las seis treinta a siete de la mañana, donde inmediatamente despertaba era conminado por mi madre, mujer de fuerte voz, mirada fulminante, espíritu inquebrantable pero dulce como la miel, a acomodar las ropas de cama que había usado la noche anterior (arreglar la cama), acto seguido éramos apostados en un humilde baño, (los tres hermanos, la más pequeña aun no estaba en esos andares) donde nos duchábamos en el agua más fría que alguien pueda resistir; luego nos arreglábamos de forma individual en cada caso, nos vestíamos y como soldaditos indefensos nos presentábamos a los padres que esperaban cariñosos pero firmes en la mesa para el desayuno acostumbrado.


Las conversaciones en el desayuno, en aquellos años, iban en torno a situaciones tan inentendibles para mí que hoy día no llego a develar su significado, eran conversaciones de adultos entre mis padres a los que yo no podría, ni en sueños, interferir. Antes de sentarnos a la mesa nos hacían una exhaustiva inspección física, donde cualquier desequilibrio (zapatos sucios, mal peinado, ropa mal abotonada, etc) era corregido de forma instantánea.


Transcurrían estos pocos minutos compartiendo, casi siempre el mismo desayuno, huevos hervidos con plátanos maduros o panes de la panadería local, jugo de limón o los días más increíbles, unas mazorcas salcochadas con mantequilla. Salíamos raudos a la escuela y regresábamos hambrientos y desaliñados a la hora del almuerzo.


Al regreso de la escuela, debíamos quitarnos las ropas, doblarlas cuidadosamente en unas sillas de la habitación, dirigirnos al patio donde, casi siempre nuestra hermana adoptiva Miguelina, nos esperaba para compartir con nosotros sus cariños, atenciones y cuidados.


Se colocaban los alimentos en la mesa, la forma de hacerlo no la entendía, nos ponían tres envases grandes, uno de ellos tenía la carne, casi siempre de pollo, otra tenía el arroz y una tercera las habichuelas o el guandul. En el extremo de la mesa se apreciaba un plato pequeño que contenía plátanos salcochados, eran una delicia para mi padre y una exigencia casi de seguridad nacional. Hasta ese punto nadie podía sentarse en la mesa, debíamos esperar a que el patriarca llegue de su trabajo, mi madre como enfermera y con turnos tan largos como la noche, casi nunca nos acompañaba.


Antes de que nuestro padre llegue, me era encomendado llevar en una cuenca de aluminio, los alimentos a la abuela, quien vivía en el pueblo abajo y que era llamada Vicenta Méndez. Recuerdo, casi como tinta de indeleble, mis pensamientos y pronunciamientos desconformes por ser yo quien debía cumplir esta misión, no entendía cómo es posible que me encarguen esto a mí, cuando tenía un hambre de perro.


Iba todo el camino refunfuñando y descontento, cuando llegaba a la puerta de aquel humilde rancho, hecho de madera de palma y cubierto de barro, techado con palma seca y con piso de tierra, veía a mi abuela tierna y amorosa sentada en una mecedora de palo y guano, ciega de visión, pero con un alma iluminada, desde lejos inspiraba calma, paz y amor. Atravesar esa puerta y darle el beso de costumbre me hacia olvidar el hambre y a seguidas le dejaba en una mesa la comida, la que luego era servida por una de mis tías, quien le ayuda a comer de forma abnegada durante toda su vida, ella se llamaba Estraida.


Regresaba a la casa como bólido en procura de saciar mi hambruna, al llegar a la casa ya mi padre esperaba mi regreso, nadie se había sentado en la mesa, me estaban esperando. Siempre me saltaba las formalidades y corría a sentarme en mi puesto, casi siempre era devuelto por mi padre quien me instruía a lavarme las manos antes de comer. Finalmente nos sentábamos, nunca orábamos, pero mi padre era quien se servía primero de la comida. Luego cada uno de nosotros compartíamos el momento. Recuerdo que siempre nos poníamos a hacer chistes, mis padre siempre le preguntaba a mi hermano mayor por sus novias, a mi por mis estudios y a la pequeña por sus helados (le encantaba hacer helados de batida de guayaba).


Transcurría el almuerzo y al término mi padre se levantaba de la mesa, se ponía su camisa y regresaba al ayuntamiento, estaría ahí hasta pocas horas después. Nosotros nos íbamos a las habitaciones y dormíamos una siesta. Al despertar siempre encontrábamos a nuestra madre ya en la casa y ocupándose de los quehaceres (limpieza, ordenar cosas, lavar ropa), nos obligaba a bañarnos y luego nos sentaba enfrente de una pizarra improvisada en la pared de la cocina. Lo hacía por turnos, yo debía aprender las tareas de mi hermano mayor y mi hermana las mías. De hecho, ya las mías las sabía desde algún tiempo, solo las repasaba y las hacía.


Al término de las tareas, se nos permitía ver televisión, era un pequeño aparato con imágenes de blanco y negro, nos dejaban por turnos de una hora, ver nuestros programas favoritos, para mí, siempre fueron los dibujos animados y las series de esos tiempos. Pasado el tiempo de ver televisión, venia nuestra madre y de forma para nada amable e inexplicable, la apagaba instantáneamente. Nos hacia levantar del mueble y nos indicaba la próxima tarea, vestirnos, irnos al parque, no ensuciarnos y regresar a las siete de la noche.


Al salir de la casa, nos íbamos mi hermano y yo al parque, el se iba por rumbos desconocidos, casi siempre acompañado de muchachos mayores que él o con grupos de amigos que compartían otros intereses. Yo al contrario, siempre me quedaba en el parque en un banco, hablando con amigos, haciendo historias, contando cuentos. Hubo un tiempo en que iba al cine de temo, a escondidas de mis padres.


Al regresar a la casa, siempre a las siete, era enviado a buscar a mi hermano donde se encontrara, yo ya sabía, solo debía ir al bar de generoso o a la cancha (no entendía que hacia él en la cancha sin haber luz), luego de tener la discusión de hermanos de costumbre llegábamos a casa y cenábamos juntos todos en la mesa. Siempre con el mismo ritual y con las mismas manos lavadas antes de tocar alimento.


Luego de la cena, antes de dormir, siempre leía un pequeño libro que encontré en un cajón de la casa y que luego supe era la antología poética de Miguel Hernández, me quedaba fascinado de leer tales cosas, muchas nos las entendía, otras solo me hacían soñar. Luego esta costumbre la cambié por escribir y dibujar, lo hacía de forma ingenua, pero procurando contar mi verdad, una verdad que aun no descubría.


Siempre me acostaba en mi cama, una camita para una persona del tipo hospital que mi padre le había comprado al párroco de la iglesia cuando se iba a mudar. Cerraba mis ojos y soñaba despierto, siempre imaginaba un mundo increíble lleno de colores, árboles que se movían con el viendo, ríos que salpicaban mis pies, pinceles mágicos que dibujaban el paisaje y al final un camino largo, pedregoso, con un puente hacia un espacio vacío, donde me arrojaba y caía, caía, caía sin piedad, con miedo y desesperado. Nunca vi el fondo, siempre despertaba con la voz de mi madre en el oído. Este era para mí, un día habitual, la costumbre.


Les detallo a continuación la razón de describir un día de la vida en mi niñez; pues de esto se formó mi carácter y me hizo ser el hombre que soy hoy día, imperfecto, lleno de defectos; pero con formación de hogar.


1 – Despertar cada mañana, hacer mi cama, vestirme yo mismo, cambiarme yo mismo, me enseñó disciplina, responsabilidad y sentido de la propiedad. Llego un momento que como hombre era tan simple y normal tener un habito, que no me significaba ningún sacrificio. Lo que más aprecio de esto, es la organización, programarme y aprender a cumplir con horarios.


2 – Ir a la escuela me mostró el camino correcto, ir a aprender, formarme, estudiar, entender que además de mis padres hay otras autoridades que respetar, la obediencia a los parámetros establecidos, la bandera, el patriotismo, la responsabilidad para conmigo mismo.


3 – La forma en que mi familia compartía el almuerzo me enseño que mi padre tiene un lugar, que él es el jefe, que somos un equipo, que tenemos igualdad, que somos una familia que respeta a sus integrantes y sobre todo, que debemos cumplir con nuestra cuota de higiene.


4 – Es increíble la forma en que mi mente se agudizo al aprender las tareas de mi hermano, pero lo mejor de todo, es que más que una obligación, hacer la tarea se convirtió en un momento indispensable en mi normalidad, me creó el sentido de la obligación y el respeto por el tiempo de mi madre, quien no podía siempre acompañarnos a comer, pero si hacia un aparte para enseñarnos cosas de la escuela. Aprendí a disfrutar compartir con mi madre esos momentos.


5 – Tener una hora para llegar en las noches a la casa me enfurecía, pero con el tiempo me di cuenta que podía dedicarle tiempo a otras cosas y aprovechar ese tiempo de mejor forma, me di el chance de cambiar el aprender a beber alcohol por leer a Miguel Hernández o Machado; a no bailar por soñar.


6 – El obligarme a llevarle comida a la abuela, aun sin que yo me hubiese alimentado, me ayudo a tener un poco de humildad, a entender que nuestras necesidades pueden esperar si con esto puedes hacer que otra persona pueda tener un momento feliz.


Al razonar todos estos vectores, entiendo que como padre debo y me he de obligar a hacer que mis hijos tengan lo siguiente:


a) Una responsabilidad personal debe ser establecida de forma recurrente, es decir, debemos insistir en que nuestros hijos sean independientes, pero supervisarlos de forma directa, procurando que no tomen decisiones que les perjudiquen aunque esto implique ir en contra de su propia voluntad.


b) Enseñarles valores humanitarios contundentes, por medio de la idea de compartir con sus hermanos y amigos, no codiciar lo ajeno, respetar a los mayores, siempre indicarles como deben comportarse, insistir en que hay límites que deben respetar y entender y sobretodo, que hay etapas que deben cruzar sin incidencia nuestra, pues un niño no puede pretender ser un hombre.

c) Dejarlos soñar, apoyarlos en sus aspiraciones, incentivarlos en la creatividad, no limitar sus fronteras, llenarlos de espacios creativos y hacerlos productivos. Mostrarles las bondades de las artes, llevarlos de la mano en el entendimiento de que hacer lo que quiere no lo hace menos o más, sino que se regocije en cumplir sus sueños.


d) Enseñarles el valor de las cosas, el dinero, las propiedades no pueden convertirse en su fin de vida, su objetivo debe ser convertirse en un ente de bien, de progreso y de admiración en sus iguales. Dejando de lado el Ego y forjando en él la sabiduría, el compartir y honestidad. Que estatus no es apellido, sino hazañas, que intelectualidad no es conocimiento sino enseñanza; que paz no es callar, sino que todos sean justos. Que ser hombre no es ser arbitrario, sino tolerante; que amar no es entregarse ciegamente, es compartir un sentimiento.


"I always tell the truth, even when I lie"

0 cometarios:

Chukunaky.blogspot.com ©2005. Todos los derechos reservados. CABRALEÑO, LAGUNERO Y VIEJAQUERO es un medio informativo. No nos hacemos responsables de las opiniones de nuestros articulistas, siendo éstas propiedad única y exclusiva de sus respectivos autores; por lo tanto, las opiniones expresadas en los artículos o noticias no necesariamente reflejan las opiniones del blog ni de su Administrador.